Les contaré lo que me sucede todos los sábados, suena mi despertador por la mañana, me despierto, apago el despertador, bostezo, me estiro, me levanto de la cama y tal vez me rasco un huevo, enseguida tomo un vaso con agua, y desayuno algo ligero, después de reposar un poco el desayuno y entrar al baño a satisfacer las necesidades, que todo ser humano imperiosamente debe satisfacer, me dispongo a guardar en una maleta deportiva las cosas que utilizo para hacer una de las actividades que mas disfruto de la vida, jugar al fútbol.
Seguro habrá muchas personas que no entiendan ese tipo de pasiones primitivas, casi neandertalezcas, que son producto de la enajenación que genera el consumo de la industria cultural a la que pertenece nuestro amado deporte, pero es discusión en la que no profundizaré, al menos en éste escrito.
Me dispongo a salir de la casa, para llegar al punto de reunión acordado, en el que la clase burguesa del equipo, recoge cada ocho días en su automóvil de lujo a la otra parte del equipo, si … la clase proletaria (a la cual pertenezco) juntos emprendemos el camino por la carretera vieja que lleva al cerro del Ajusco lugar en el que se encuentra el sagrado rectángulo verde que sirve de escenario para librar las candentes batallas futbolísticas de las que somos partícipes todos los sábados.
Una vez llegando al campo de juego comienza un ritual que todos, sin importar el equipo al cual pertenezcan repiten con meticulosa obsesión y admirable devoción, no es otra cosa más que enfundarse en la elegante armadura que siempre nos acompaña en cada batalla.
Claro, todos los guerreros poseen diferencias en los ya mencionados ritos, por lo que me enfocaré en describir el propio, comienzo por despojarme del pantalón largo, para dejar a la noble audiencia admirar el elegante calzoncillo negro, después envuelvo cada uno de los frágiles tobillos en una venda elástica que posteriormente es cubierta por un par de escudos caballerezcos, casi prodigiosos, que protegen mis espinillas de los peligrosos puntapiés de los rivales en turno, enseguida las negras medias y así mis pies quedan listos para calzar los hermosos botines negros, héroes de mil batallas, finalmente deslizo sobre mi cuerpo la inigualable camiseta roginegra que representa las glorias de 20 años del Andorra F.C. mi equipo llanero de fútbol.
Cuando los 22 valientes que inician la batalla se posan en el verde campo, el nazareno hace sonar su ocarina con religiosa impuntualidad y total desconocimiento de las reglas que hacen posible un encuentro decente de fútbol, sin embargo la ferocidad del combate y el hecho de estar ahí sin otro interés que el placer de jugar al fútbol, es lo que hace de esa actividad la más esperada de mi semana y lo que le da más dignidad que cualquier enfrentamiento de los que se llevan a cabo en los escenarios masivos de la Federación Mexicana de Fútbol.
Lo más bello de todo esto es que cuando la pelota comienza a rodar y se empieza a escribir otra página en el libro de los recuerdos de nuestro amado deporte alpino y sabatino, desaparecen las clases sociales, la única diferencia que importa es el color de la camiseta que vistes y jamás se representa esa diferencia un agente que produzca rechazo al otro o la degeneración de lo que en esencia practicamos dentro de la comunidad ADECMAC Asociación Deportiva de Exalumnos del Colegio Madrid A.C. que es hacer lo que más nos gusta JUGAR AL FUTBOL.